Yo me hice al agua y me di al mar. No era joven, ni virgen. Casi cuarenta años, lo mejor de mi cuerpo en la memoria. Recordé un bodegón de un artista favorito o una canción ñoña de envidia y llantos. Y encajaba: éramos amantes desde el día en que nací, cuando mi madre, a falta de un buen servicio de ambulancia y de un marido fiel, me parió junto al muelle entre pescado fresco y gritos de vendedores cantarines. Ahí fue cuando nos tocamos por vez primera, cuando mamá me lavó entre salitre y espuma.
Me crié con azul. Por las mañanas, en el autobús de camino al colegio, atravesábamos la ruta de los turistas y rodeábamos la curva de los muertos, el mar siempre conmigo. Lo di por sentado en aquella época: aquella mezcolanza erótica entre cielo y olas, ese horizonte al que no miraba porque creía que me acompañaría siempre. Esa no línea de claridad y barcos. ¿Por qué mirar? Yo tenía quince años y era una ninfa de libro; odiaba y amaba a intermedios e interrupciones. Yo era un personaje a la espera de ser escrito. Algunos lo intentaron, pero les faltaba talento. Y el mar siempre allí, paciente, sin necesidad de poesía. Las mareas tiraban de mi cabello y se enredaban en mi ombligo, a la espera de devorarme, criatura infinita líquida y caníbal.
Cuando marché a la ciudad, en busca de trabajo y luces, fue cuando noté la ausencia, una tirada animal de vacío y resaca. Yo buscaba el mar en otras partes. En sexos, en montaña y en nieve; en bebida y libros y pastillas y palabras. Pero no había palabras para definir al agua.
Regresé, como no podía ser de otro modo. ¿Qué novelas se escribirían si la protagonista resistía siempre, qué grandes canciones de amor? Seguía llamándome. Estaba predestinada, y me rebelé tanto. Metí la cabeza en cloro y cal, pero mis pies siempre regresaban a la orilla; salté sobre la arena e inventé nombres para cada color del agua, según donde dieran la luz y el viento. Me perseguía, lanzaba a los peces en mi busca cuando caminaba por el espigón, y amanecían muertos, asfixiados, sacrificios para el cortejo.
Y la noche de las noches nos encontramos por última vez para siempre, el nivel del mar subiendo por las rodillas, por los muslos, por el ombligo. Yo flotando, yo hundida. Su color rojo y violáceo bajo las dos lunas, un banco de libélulas submarinas que revoloteaba alrededor de mis tobillos.
Dicen que hay planetas, como una tal Tierra, donde los mares no son más que cantidades ingentes de agua, espacios enormes de hidrógeno y oxígeno. Pero no aquí. Aquí nos abrazamos, nos perdemos juntos, como supe desde el primer día en que abrí los ojos y mi madre, generosa con los elementos, parió junto al muelle y mezcló su sangre con azul. En otros planetas, como Tierra, me ahogaría y le daría un final trágico y bello a una vida ya en ocaso. Esa también habría sido una buena historia.
Pero aquí, muy lejos, mis piernas se unen, se mezclan con las libélulas y con las células perdidas del agua, y se transforman en una sola cola de sirena, con la que navego feliz hacia el fondo arenoso. Nacen aletas de mi espalda y branquias en mi cuello y me convierto en leyenda. En el fondo arenoso ondean otros como yo, hijos y amantes, los privilegiados. Nos hablamos poco, solo salen burbujas de nuestras bocas. Frente a nosotros bailan imágenes, visiones, ballenas diminutas e hipocampos del tamaño de barcos, que nos llaman para que montemos.
No tardo en comenzar mi jornada de trabajo. Llevo espadas a los héroes; recojo divinidades abandonadas, a princesas encerradas en baúles. Regalo armas a los asesinos de monstruos, lluvia a los lagartos voladores. Subida al morro de un tiburón a veces ojeo la lejanía, y saludo sonriente a los pescadores, a mis amigos y a mis familiares. Sonríen, saludan de vuelta. Nadie me echa de menos, porque sabían que, tarde o temprano, yo me haría al agua y me daría a la mar.
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Imagen por cortesía de Muriel Dal Bo (fotografía, estilismo) y Laura Luna (modelo). No dejéis de pinchar en esos enlaces para ver más obras geniales de estas dos artistas.
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