Desde hace unos meses he estado recibiendo mensajes, algunos de personas a las que conozco bien, otros de personas a quienes apenas conozco, que me preguntan si puedo darles alguna recomendación para empezar a escribir.

Soy una persona que ha dedicado toda su vida, de una forma u otra, a lo literario: desde lo académico a lo profesional, pasando por mis aficiones personales. De primeras, recibir este tipo de mensaje me halaga, claro, porque implica que estas personas creen que tengo mayor conocimiento que ellas a la hora de escribir. Lo cual puede ser cierto, en casos concretos, si lo medimos según conocimientos teóricos o experiencia práctica; pero la realidad del asunto es que ante una hoja de papel en blanco yo soy tan pequeño saltamontes y me acojono tanto como ellos (o más, porque tengo mayor conocimiento de lo muchísimo que puedo cagarla). Y, tal vez, precisamente por eso, le he dado tantas vueltas a las respuestas que he ido proporcionando. Muchos me pedían referencias de algún blog, libro o taller de escritura. No soy muy amiga de estos, lo reconozco. En los cursos de escritura uno puede verse supeditado al criterio de determinado tipo de profesor/escritor que considera tener la última palabra, conocer La Verdad, o disponer del Método para producir best-sellers o para realizarse como artista (diría que cualquiera de estas dos opciones es un tanto peligrosa, por no hablar de que a veces da la impresión de que cualquiera que tenga un libro publicado puede cobrar por impartir enseñanzas de índole literaria). Me gustaría tener un blog concreto donde compartir con todo el mundo ideas y conceptos que considero que resultan útiles para aquellos que escriben, pero como ahora mismo no dispongo de tiempo para ello, me limito a publicar alguna cosilla en este, de forma ocasional, sobre el tema. Sea como sea, creo que este artículo en concreto es mi intento de responder a esas preguntas que recibo de vez en cuando: ¿cómo puedo aprender a escribir? ¿Cómo puedo mejorar? ¿Por dónde empiezo?

El mundo de la escritura sufre, a mi juicio, de un problema fundamental: hay demasiados escritores. Al igual que otros sistemas de producción, a su nivel más básico es muy fácil de llevar a cabo. Lo mismo ocurre con el mundo handmade: es muy sencillo colgar una pieza prefabricada de una cadena, por lo que cualquiera puede dedicarse a la venta de productos hechos a mano; o con el mundo del arte: cualquiera puede dibujar dos palitos y definirlo como una representación profunda del ansia existencial que inunda nuestro tiempo.

En el colegio nos enseñan a escribir, aprendemos a comunicarnos de manera escrita. Hasta cierto punto podemos describir con facilidad situaciones y objetos, podemos narrar un evento o podemos reproducir una conversación. Y cuando una persona disfruta de cierta habilidad algo superior a la media para llevar a cabo cualquiera de estas acciones, de inmediato se le alaba por ello: «Mirad qué poesía tan bonita ha escrito la niña; mirad qué casa tan preciosa ha dibujado el niño; mirad qué pasada de cajita de macarrones ha hecho el vecino».

Muchas de estas personas dan por sentado que tienen talento, que disponen de una varita mágica que les permitirá, de una sentada, escribir una obra maestra, pintar un lienzo espléndido o componer la banda sonora de la última película de Disney. Y es cierto que existen personas que gozan de un talento inconmensurable que les permite, en efecto, alcanzar la genialidad con escaso esfuerzo. Pero son muchísimas menos de lo que pensamos. El talento ayuda, el genio produce atajos en el largo camino que es la realización en algún ámbito; pero existe una regla que se cumple con bastante rigor, y es la regla de las 10000 horas.

Según este concepto, 10000 horas de dedicación a alguna práctica serían las necesarias para llegar a un punto que podría considerarse de maestría. El ejemplo perfecto es el de aprender a tocar un instrumento, pero realmente puede aplicarse a muchísimas más cosas, y yo diría que la escritura es otro ejemplo clásico.

Y no hablamos solo de practicar, sin pensar, sin cabeza. Conozco personas que escriben hasta la saciedad, todos los días, como locos, y que sin embargo no avanzan, no muestran ninguna mejora. La razón es sencilla: no leen, que es la mejor forma de asimilar técnicas, ritmos, estética; se enfrentan con indignación a cualquier crítica constructiva; se niegan a salir de su percepción de lo que debe ser la escritura y la producción literaria. Además, no muestran ningún respeto por los materiales con los que trabajan: la sintaxis, la gramática, la ortografía. Desconocen por completo cómo funciona la narrativa, la poesía, el teatro o cualquier género con el que quieran trabajar. Esas 10000 horas no son solo de escribir, sino de estudiar, de leer, de entender, de irritarse, de pelearse con otros, de dudar de la capacidad de uno mismo, de tirar todo lo escrito a la basura. Como decía un amigo mío, que además es un poeta excelente, «la escritura es papelera, papelera y papelera».

Aprender a escribir no es abrir la hoja del procesador de texto cada vez que nos viene la musa o nos hemos pimplado media botella de vodka. Aprender a escribir es pasarse el día entero leyendo, corrigiendo, estudiando, analizando y, por supuesto, escribiendo. Aprender a escribir es odiar con furia todo lo que escribes, porque sabes que puedes hacerlo mejor. Aprender a escribir es dedicarle esas puñeteras diez mil horas, y que valgan.

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Nota: No es la primera vez que hablo de algo y luego descubro que Sergio Parra ya lo ha hecho. Para saber más acerca de la regla de las 10000 horas, podéis leer su artículo en Xataka Ciencia.