Mucho ojo con este artículo, porque en él voy a desvelaros una de las cosas más útiles que aprenderéis en vuestras vidas.

Pero empecemos por el principio, que hoy tenemos mucho de lo que hablar y todo ello destinado a convertirnos en escritores más eficientes, más talentosos, más disciplinados e incluso más guapos. Vamos a empezar por la cosa esa rara del título de este post: el efecto Zeigarnik.

efecto zeigarnik

Qué es el efecto Zeigarnik y cómo puede hacer que tu novela enganche

El efecto Zeigarnik es un curioso fenómeno psicológico por el cual tendemos a recordar mejor aquello que está inacabado. Esto puede usarse para el bien o para el mal. Puede usarse para storytelling en márquetin y, sí, hasta podemos usarlo para escribir mejores novelas (enseguida os explico cómo). Eso en cuanto al bien. También puede usarse para el mal, como vamos a ver ahora mismo.

Lo más maligno que se asocia al efecto Zeigarnik es lo que los alemanes llaman ohrwurm y los ingleses earworm y nosotros canción pegajosa de las narices. ¿Sabéis esas veces en que se te queda una canción metida en la cabeza y no hay manera de quitarla de ahí? Puedes pasarte días enteros tarareándola y volviéndote muy loco. Hay canciones que parecen hechas para ello. Una de las más infames es esta. O cualquiera de estas. Pero el truco está en que cualquier canción con música repetitiva y fácil de recordar se te puede colar en el cerebro, cual gusano hijo de una mariposa, si escuchas solo un trozo de la canción.

Así es, a nuestro cerebro no le gusta nada dejar cosas sin terminar. Necesita tomar acción, necesita acabar sus tareas. Esto puede aplicarse a gran escala, claro, y muchos psicólogos te dirán que la razón por la que no haces más que juntarte con hombres que cuentan chistes malos es por toda esa frustración que tienes sin resolver con tu padre y sus interminables peroratas en la mesa del almuerzo de los domingos, donde te contaba absolutamente todos los chistes malos que salían en el periódico de turno (gracias, papá). Pero el efecto es ese: necesitamos el famoso closure del que hablan los terapeutas de medio pelo en programillas de cuarto pelo del canal Divinity. Necesitamos cerrar lo pendiente.

Cuando ciertas tareas se quedan sin terminar (cuando no conseguimos escuchar una canción entera, por ejemplo), nuestro pobre subconsciente está ahí, cansado, peleando, intentando recordarle a nuestra conciencia que tiene una tarea pendiente, porque el pobre subconsciente no puede tomar acción directa al respecto, y la única forma que tiene de llamar nuestra atención es haciendo que nos salgan granos raros en la espalda y reproduciendo una y otra vez, en un bucle incesante, ese trozo de la maldita canción. Y otra vez. De nuevo. Again.

(Seguid leyendo, que enseguida os desvelaré esa cosa tan útil que os prometí al principio).

Repito que ese efecto Zeigarnik puede usarse para el mal. Y no solo para que tarareéis canciones desquiciantes. Es una manera de conseguir que la gente siga leyendo hasta el final un texto, donde, por supuesto, el que escribe intentará venderte algo. El cerebro no puede quedarse con la intriga, ¡tiene que terminar la tarea! Pero no le sirve cualquier comienzo de texto. Necesita un bucle.

¿Y sabéis cuál es la mejor forma de crear ese tipo de bucle? Como ya dije, se usa en márquetin, en el storytelling. Que se traduce, sí, en contar una historia.

La mejor forma de crear un bucle es, como hemos visto con las canciones, hacer que un cacho de nuestra historia se quede incrustado en el cerebro del lector y necesite más. Que necesite cerrar el bucle, terminar el ciclo.

¿Cómo se consigue eso?

Interrumpiendo la experiencia de lectura. Cortando el flow.

¿Y cómo se interrumpe ese flujo de historia?

Obstáculos. Le ponemos obstáculos al protagonista. Se crea esa bajada, ese «hombre en el agujero» que decía Vonnegut. La historia se pone en peligro. Tenemos la atención de nuestro lector. El lector recuerda. El lector necesita saber qué va a pasar ahora para poder terminar ese bucle horrible que acabamos de crear en su cerebro. Necesita terminar la tarea.

Hemos creado suspense mediante el obstáculo. Hemos creado suspense mediante CONFLICTO. Y por eso el conflicto es indispensable para una historia que interese.

Cosas a las que prefiere dedicar el tiempo el lector invernal de espaldas medio cuando se encuentra con una novela sin conflicto.

Tengo mis teorías acerca de cómo afecta todo esto a los finales, por cierto.

Generalmente los finales complejos, un tanto abiertos, que no terminan de atarlo todo, los recuerdo mejor. Imagino que es precisamente por este efecto. Un relato con un final más o menos abierto me impacta más que uno cerrado (a no ser que hablemos de uno cerrado con un cierre sorprendente e impresionante). Pero es muy difícil conseguir un buen final abierto. No solo tiene que ser abierto, tiene que dejarte rumiando, con buenas preguntas, con la sensación de que en esa primera lectura solo has arañado la superficie, que hay mucho más oculto debajo, que hay mucho que no se nos cuenta de manera directa, sino indirecta. Dos de mis ejemplos favoritos en este sentido son Casa tomada de Cortázar y Come Rain or Come Shine de Kazuo Ishiguro. En ambos, enseguida te das cuenta de que lo que te están contando no es, en realidad, lo que te están contando. Y los finales no son finales, pero, a la vez, son la única manera en la que puede terminar el cuento. Todo queda interrumpido, y eso hace que lo recuerde, pero a la vez queda transformado, lo que hace que, en cierto modo, sí haya una conclusión.

Es difícil arriesgarse con los finales. Los lectores siempre dicen que prefieren un final bien atado, aunque luego en su memoria permanezcan los finales que les hicieron dudar. Y luego están los finales que quedan cerrados en apariencia, pero donde permanecen abiertos algunos aspectos de la trama o quedan hilos de esperanza o de devastación que auguran un final real muy diferente al explicado en el libro (creo que La canción secreta del mundo es un buen ejemplo de esto). Creo que hace falta una gran maestría para hacer un buen final.

Por suerte, no necesitáis preocuparos ahora mismo por eso. Hay muchos aspectos del efecto Zeigarnik que podéis usar en vuestro trabajo. El más evidente es, claro, el cliffhanger, pero diría que tenemos que andarnos con cuidado y no abusar de ese recurso. Es fácil caer en una repetición sin sentido de finales cortados y cortantes a lo Prison Break, que acaban cansando al lector en cuanto empieza a sospechar que nunca se van a terminar de resolver sus intrigas, que nunca se cerrará del todo el bucle, que siempre habrá un cliffhanger más.

No es necesario recurrir a algo tan abrupto. Podéis crear bucles más pequeños, tareas no terminadas que inquieten al lector. Podéis iniciar algún pequeño conflicto en la página 5 y no resolverlo hasta la 467. Podéis iniciar otro pequeño conflicto en la página 236 y resolverlo en la 239. Podéis iniciar un conflicto y resolverlo en el mismo párrafo. Los conflictos sutiles funcionan muy bien, ya que no estás enseñándole las cartas al lector pero estás consiguiendo que caiga, una y otra vez, en el efecto earworm: el lector necesita saber, necesita terminar esa tarea pendiente, esos deberes que le has dejado encargados sin que se haya dado cuenta siquiera.

Luego os cuento lo de la cosa extremadamente útil, lo prometo, pero primero quiero hablaros de otras técnicas que sirven para enganchar a nuestros lectores. Ahora nos vamos a centrar en más técnicas concretas para crear ese conflicto:

Hillerich y cómo crear tensión de la buena

La bloguera y escritora Kaitlin Hillerich nos hace el trabajo sucio y propone cinco técnicas concretas para crear conflicto, aumentar la tensión y hacer que nuestros lectores lo pasen un poco mal con nuestro pobre protagonista. Estas son sus propuestas, con mis correspondientes comentarios:

Di que no a tus personajes

Para esto vas a tener que saber qué quiere tu personaje, claro. ¿Quiere casarse con el amor de su vida? Casa al amor de su vida con otro/a. ¿Quiere tener niños? Haz que recorra 18 clínicas de fertilidad para conseguirlo (si lo consigue). ¿Quiere un Cola-cao calentito? Haz que desaparezcan misteriosamente todos los microondas de la ciudad y que los bares estén todos cerrados. ¿Quiere volver a casa? Ay, la de aventuras que vas a tener, maja, antes de volver a Kansas.

¿Qué es lo peor que podría pasar?

Eso, ¿cómo podría empeorar esta situación? El amor de tu vida no solo está ya casado/a con otro/a, además no te puede ni ver, porque cree que eres responsable de la muerte de su perro. No solo tienes que recorrer 18 clínicas de fertilidad para intentar quedarte embarazada, ¡además tu marido se cansa de ti y te deja! La ciudad se ha quedado sin microondas, bares y sin Cola-cao, ¡pero además hay una invasión alienígena! Quieres volver a casa, pero además te acabas de enterar de que tu madre está pensando en redecorar tu habitación en tu ausencia.

Desconsuelo de personaje nivel “me he pasado al calimotxo en botella de Aquarius y a la cerveza estadounidense”.

Crea mundos imperfectos

Ya no se trata solo de lo que le ocurre a tu personaje. Si quieres ir más allá, puedes ofrecer un mundo realmente fastidiado. Esa es la razón por la que funcionan las distopías y las novelas posapocalípticas: no es solo que estés teniendo un mal día, que tu camaleón haya muerto y encima no quede Cola-cao, ¡es que se acaba de implementar un régimen de terror bajo el puño de hierro de los invasores ultragalácticos! Y no hay que crear ningún mundo de fantasía para cumplir con este punto: basta enseñar lo más corrupto, enfermizo y triste de la sociedad que ya conocemos.

Que tus personajes se lleven mal

En los dibujos animados para niños solemos ver a grupos de amigos que se juntan para enfrentarse a grandes problemas como, no sé, un unicornio mágico y rencoroso que lleva demasiado tiempo trasnochando o un mono aburrido que fabrica robots gigantes. Pero incluso en los dibujitos más inocentes hay momentos de tensión entre los amigos, entre los héroes. Y ese a veces es el mayor conflicto: no el unicornio ni el mono ni los treinta robots gigantes. Haz que tus personajes se caigan mal, se peleen por malentendidos, que discutan. Como hace la gente en la vida real.

Creo que Stephen King, por ejemplo, entiende muy bien esta premisa. En sus libros realmente buenos no solo crea conflictos contra elementos sobrenaturales, también contra elementos perversos de la sociedad «normal» y entre los propios grupos de personajes «buenos» o heroicos.

Que haya algo grande en juego

Tal vez la búsqueda sempiterna del Cola-cao caliente no termine de encajar en este punto, pero seguro que se os ocurren ejemplos mejores. La razón por la que funciona Battle Royale es porque, eh, tú eliges, o matas a todos tus compis de clase o te va a reventar la cabeza. Está en juego tu vida (y de forma muy desagradable). La amenaza siempre suele ser, de una forma u otra, la muerte o la pérdida del mundo conocido (o las dos cosas). Los protagonistas no luchan por conseguir un periódico de calidad en su zona, luchan por sobrevivir, para reproducirse con la persona genéticamente adecuada (sí, eso del amor eterno y etc.), por no perder aquello que es importante para ellos. O por no perder su forma de vida, aquello que conocen. En el fondo luchan contra el cambio, contra esas interrupciones y obstáculos que les colocas.

Recuerda: las posibilidades de pérdida son muchas, pero por lo general la pérdida debe ser grande para que al lector le importe.

Ya queda menos para que os desvele eso. Ya queda menos, lo prometo. Pero antes tengo que hablaros de hábitos.

Selk y la razón por la que no conseguimos formar hábitos

Hay un mito que lleva dando vueltas ya desde hace un tiempo: el de que los hábitos se forman en 21 días (algunos estaréis pensando en ese anuncio que habéis visto en televisión vendiéndoos otra cosa que no necesitáis basándose en cosas pseudocientíficas que ni siquiera son verdad). El error viene del trabajo sobre imagen y metas personales de Maxwell Maltz. Maltz no dijo en ningún momento que un hábito se formase en 21 días, pero por alguna extraña razón esa fue la enseñanza con la que se quedaron muchos lectores. Estudios posteriores apuntan hacia un periodo de mínimo 30 días (en muchos caso superior, llegando incluso a los tres meses) para formar un hábito, y según el tipo de hábito este periodo se alarga más o menos.

¿Por qué se habla tanto de hábitos y de cómo formarlos? ¿Y cómo nos afecta esto a los que escribimos? En un artículo para Forbes, Jason Selk lo explica bien:

crear un hábito

Los hábitos de personas de éxito les permiten tener comportamientos que les proporcionan ese éxito. Cualquier cosa, desde comer bien a gastar de forma responsable o completar determinadas tareas, exige de hábitos que hacen que estos comportamientos sean parte de nuestra vida diaria. Fuera de temporada, Michael Jordan dedicaba su tiempo a saltar a canasta cientos de veces al día. El pitcher de los Phillies y ganador del premio Cy Young, Roy Halladay, entrena durante 90 minutos antes de sus entrenamientos profesionales. Venus y Serena Williams se despertaban a las seis de la mañana para darle a las pelotas de tenis antes de ir al colegio. Las personas que han tenido un gran éxito en sus campos han aprendido a desarrollar buenos hábitos, y se necesita disciplina, coraje y trabajo duro a diario para mantener dichos hábitos. Tiene mucho sentido que adoptemos hábitos que nos lleven a alcanzar nuestras metas, pero, ¿por qué algunos son tan difíciles de adoptar?

Todos los que escribimos sabemos que hace falta esfuerzo y perseverancia para mejorar como escritores y para conseguir publicar y que nos lean, y todo aquello que asociemos personalmente con la palabra éxito. Hace unos meses formé un grupo de escritura privado e invité a los suscriptores de mi lista de correo. Ya era la segunda vez que trabajaba con un grupo de este tipo, y sabía más o menos cómo funcionaría. La idea era sencilla: cada miembro del grupo tendría que entrar a diario y poner el número de palabras que había escrito. Debía hacerse durante 30 días, con idea de formar el hábito de escribir a diario.

El resultado fue muy similar al de la primera vez que abrí el grupo. Hubo un puñadito de personas que aguantaron como campeones. De ese puñadito, algunos me escribieron meses más tarde para decirme que habían conseguido formar el hábito (y habían conseguido, además, una cantidad realmente interesante de palabras, textos y proyectos como resultado). Pero de las más de cincuenta personas que se apuntaron en principio, la mayoría desapareció. Tendemos a iniciar cualquier proyecto con energía e ilusión y, con frecuencia, expectativas poco realistas. La vida se mete por medio o, simplemente, nos damos cuenta de que este proyecto que hemos iniciado no era tan prioritario para nosotros como pensábamos. Y eso está bien, tiene sentido. Aunque es difícil hacerlo cuando andamos con la ilusión de empezar algo, es importante preguntarnos si esto en que nos estamos embarcando es más importante que (casi) todo lo demás.

(Y solo realizar un proyecto a la vez, pero esa es otra historia).

Selk analiza las fases de la formación del hábito, y creo que sopesar todo esto nos ayuda a entender por qué fracasamos tantas veces en la creación de ciertos hábitos. No me refiero solo al de escribir, sino a cualquiera que se nos resista:

Estas son las tres fases que menciona Selk, basándose en el trabajo de investigación del asesor empresarial Tom Bartow. Los comentarios son míos:

1. La luna de miel

Todo es perfecto, estamos llenos de entusiasmo y ganas de empezar. Hemos leído un texto que nos ha motivado, hemos ido a una conferencia que nos ha inspirado y tenemos la firme convicción de que esta vez es diferente, de que esta vez lo vamos a conseguir. Creo que es en las dietas donde más se produce este fenómeno. Empezamos con la creencia de que esta vez la disciplina sí nos acompañará, pero no siempre tenemos preparados los mecanismos necesarios para enfrentarnos a la siguiente fase.

2. La lucha

Llega la cruda realidad. La vida interviene, nos flaquean las fuerzas. Aquí es donde casi todos fallamos. Nuestro cerebro nos intenta convencer de que volver a nuestra vida anterior es mucho más cómodo y lógico. Esta fase es crítica y Selk propone algunas técnicas para ganar la batalla:

  1. RECONOCER: Tienes que ser consciente de que ya has entrado en guerra. Tienes que ser consciente de que cada día es una batalla y de que vas a ganarlas todas. Pero por ahora concéntrate en ganar la de hoy. Cada batalla que ganes hará que la siguiente cueste menos. Y cuidado: cada batalla que pierdes también hace que la siguiente sea más fácil de perder.
  2. HAZTE DOS PREGUNTAS: Y las preguntas son: «¿Cómo me sentiré si consigo hacer esto?» y «¿cómo me sentiré si no consigo hacerlo?». Hay que meter las emociones en juego. Es importante sentir lo positivo de superar cada batalla y lo negativo de perderla, para que asociemos eso luego al enfrentamiento diario. La idea es que acabes haciendo lo que tienes que hacer porque sabes que la sensación negativa posterior de fracaso será mucho peor que la pereza que sientes antes de ponerte.
  3. PROYECCIÓN VITAL: Dice Selk que si estas dos técnicas no te han servido, debes intentar imaginar con detalle cómo será tu vida dentro de cinco años si no empiezas a realizar los cambios necesarios. Esta es una técnica decisiva. Todos hemos estado en algún punto en que sabemos que o cambiamos ciertas cosas YA o nos espera más de la misma mierda (o peor) de la que queremos deshacernos, para siempre. Esto implica un grado de honestidad con uno mismo que, seamos sinceros, duele.

Una vez superada la lucha, que, como he comentado, puede durar 30 días o varios meses, llegamos al estado ideal, que es el second nature o, en cristiano, la costumbre:

3. La costumbre

Llegará el momento en que ya ni te plantees la posibilidad de no llevar a cabo el hábito seleccionado. Se ha convertido en parte de tu naturaleza, es una costumbre. ¡Pero cuidado! Hay ciertas interrupciones maléficas que podrían mandarte de vuelta a la segunda fase:

  1. EL MONSTRUO DEL DESÁNIMO: Alguien nos hace un comentario negativo, tenemos una reacción desagradable a algo inesperado, los resultados no son los que buscábamos… sea por la razón que sea, nos llega la idea de que el hábito no está funcionando y de que no hay nada que podamos hacer al respecto. Esto ocurre mucho en las dietas, por ejemplo, cuando tras tres meses de perder peso, el cuerpo se estanca y ya no se pierde peso al mismo ritmo. Es muy fácil pensar que nuestra nueva forma de alimentarnos ya no está funcionando. O igual llevamos dos años escribiendo a diario y de repente pasamos una racha de bloqueo creativo, o parece que solo recibimos rechazos editoriales. Dan ganas de abandonarlo todo y sentarse en el sofá a ver Netflix con una gran bolsa de patatas sabor queso, vinagre y pollo frito, y una botella de licor de caramelo.
  2. INTERRUPCIONES INESPERADAS: Ocurre algo que nos hace modificar nuestra rutina y que nos obliga a reajustar nuestros hábitos. Por ejemplo: te vas de viaje y ya no tienes oportunidad de contar exactamente cuántas ollas de cocido te has comido. Las paradas y excepciones están permitidas; el problema es que suelen ser el incentivo para perder la costumbre y, a la vuelta, entrar de nuevo en modo lucha (o incluso abandonar el hábito por completo).
  3. LA SEDUCCIÓN DEL TRIUNFO: Nos concentramos en resultados positivos y creemos que hemos dado con el truco perfecto para avanzar, y que por tanto no pasará nada si nos esforzamos menos. En resumen: nos confiamos. Las dietas son aquí, de nuevo, el ejemplo perfecto: pierdes 10 kilos y te olvidas de todo el esfuerzo invertido; tienes la extraña noción de que ahora puedes dedicarte otra vez al sofá y al licor de caramelo sin engordar un gramo. O llevas yendo al gimnasio tanto tiempo que crees que puedes dejar de ir una semana y que no pasará nada, que luego podrás volver y seguirás en esta tercera fase de costumbre y segunda naturaleza y etc.

Si la segunda fase es la más dura, la tercera es, creo yo, la más peligrosa. Olvidamos que la tendencia a ser débiles y a caer en nuestras tentaciones favoritas siempre va a estar ahí, que no se ha ido, que simplemente la hemos escondido bajo montañas de libros de autoayuda y horas de charlas TED.

Creo que ayuda bastante ser consciente de estas fases habituales en la creación de buenas costumbres. Y repito que la regla más importante es empezar con algo muy muy fácil (como, por ejemplo, escribir 200 palabras al día, o incluso menos). Y construir un solo hábito a la vez: ¡eso es fundamental!

Por otro lado, hay dos factores que me parecen imprescindibles en la creación eficiente de cualquier costumbre (o tal vez son, simplemente, los que mejor me funcionan a mí): a) la adaptación del entorno y b) el cambio de percepción sobre uno mismo. Ya hemos hablado mucho de todo esto en este blog (y en los correos que os mando a los suscriptores), así que seré breve: si adaptas tu entorno, tienes más cerca la victoria. Si no compras licor de caramelo y no lo tienes en la nevera, hay menos posibilidades de que te lo bebas del tirón mientras lloras y criticas Sense 8 por Facebook. Si no instalas el Candy Crush, hay menos posibilidades de que juegues hasta las cinco de la mañana y de que pierdas amigos porque están hartos de que les pidas vidas. Si te juntas con personas que hacen deporte, hay más posibilidades de que tú seas deportista. Si haces un hueco en tu agenda para que nadie te interrumpa a cierta hora, hay más posibilidades de que consigas escribir.

Respecto al cambio de percepción, es también algo muy complejo de lo que me gustaría hablar largo y tendido más adelante. Dejémoslo en que uno tiene que modificar toda la imagen que tiene de sí mismo. Si quieres dejar el tabaco, tienes que empezar a comportarte como un no fumador. Tienes que decirle a la gente que no fumas, que nunca fumarás. Si quieres escribir, vas a tener que creer que eres escritor. Es mucho más difícil romper con la idea que tenemos de nosotros mismos que con una disciplina eventual que puede traicionarnos a diario, cada vez que tengamos que enfrentarnos al cansancio, al desánimo o a la oportunidad de comerse trece cupcakes de una sentada.

Me gustaría contaros más cosas, pero es viernes y tengo hambre y todavía tengo que terminar de editar y corregir este artículo. Así que os voy a ir dejando.

No, no se me ha olvidado.

Termino contándoos la cosa útil que os prometí. Es otro ejemplo de cómo podemos usar el efecto Zeigarnik para hacer el bien.

La próxima vez que tengáis una canción metida en la cabeza, un gusano de esos insoportables, pensad en el final de la canción. Canturreadlo en vuestra cabeza.

Gusano desaparecido, ¿veis? Os habéis librado de la canción pegajosa. Es un truco que he probado unas cuantas veces y os prometo que funciona. Si no recordáis el final, solo tenéis que buscar la canción y escucharla, escuchar esas líneas y acordes finales. Vuestro cerebro descubre cómo terminaba la canción, cierra la tarea, descansa satisfecho.

De nada.


Nota final: Ahora llenaréis los comentarios diciendo que este truco ya lo sabíais, pero qué queréis. Tras cuatro días de tortura con la misma dichosa canción metida en la cabeza, para mí fue una revelación descubrirlo.

Y sí, los más avispados habéis acertado: todo este artículo es una demostración práctica de cómo funciona el efecto Zeigarnik. Justo ahora viene la parte donde intento venderos cosas:

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