Hace poco más de un año tomé la decisión, seria y algo acojonada, de escribir. Había escrito antes, claro, toda mi vida, pero de una forma insegura, intermitente, valiéndome solo de las musas y la inspiración. La disciplina la dejaba para la edición, que fue, al fin y al cabo, a lo que me dediqué durante casi toda mi vida anterior.
No me lanzaba a la piscina desde el vacío, desde la nada. Siempre he leído bastante, ya fuera por ocio o trabajo, y he pasado muchísimo tiempo trabajando textos ajenos, tanto desde un punto de vista académico como profesional. Corregí, maqueté, valoré, analicé, y casi todo lo que se puede hacer con un texto destinado al público. Me di cuenta de que estaba ocupándome casi por completo, de una manera u otra, del proceso editorial, y eso estaba bien. Estaba ayudando a otros escritores a mejorar su obra, a presentarla de la mejor forma que yo supiera ofrecerles. Una forma que, si bien no era perfecta, era mucho mejor que el manuscrito inicial. Creía (y sigo creyendo) que tenía un pequeño don para sacar lo mejor de un autor. Esto es algo que sigo desarrollando a través de la corrección de estilo, y que me mete en más de un lío, ya que me resulta muy difícil separar mi labor de simple correctora de mi antigua labor de edición: si me encuentro con un texto con agujeros argumentales o incoherencias narrativas, por ejemplo, necesito trabajarlo con el autor, aunque sepa que eso va a complicar y alargar mi trabajo de forma innecesaria.
Todo ese bagaje era importantísimo para comenzar una labor seria como escritora, no solo por la formación que me proporcionaba, sino por todos los contactos que realicé en mi fase de editora, y por todo lo que aprendí de otros profesionales del mundo de la edición, gente a la que aún admiro y a la que ocasionalmente acudo. Creo que hice lo que tenía que hacer, pero por otro lado lamento no haber tenido una meta más específica. El mundo de la edición te exige estar en muchos frentes a la vez, y yo tiendo a la multitarea y al pluriempleo. Hace un año me di cuenta, ya de forma definitiva, de que eso tenía que cambiar. Necesitaba un objetivo claro.
La importancia del trabajo diario
Ya he hablado varias veces en el blog de las 10000 horas, las que se supone que necesitas para dominar una habilidad. No se trata solo de echarle 10000 horas a algo: deben ser horas realmente útiles para tu habilidad, horas de aprendizaje puro, y también hay muchos otros factores que deben cultivarse: redes sociales (no me refiero a Facebook, que también, sino a redes de interacción en general con otras personas de las que puedes aprender). Cerca de esta teoría está la de los 7 años, que es que necesitas 7 años para llegar a algo en algún campo; también está el llamado compromiso de los cinco años, del que leí por primera vez en un artículo de Steve Pavlina, pero que tiene variantes de todo tipo por todas partes.
El compromiso de los cinco años es interesante porque te hace plantearte en serio si lo que estás haciendo es útil para ti. Si tomas una dirección, profesional o personal, ayuda mucho preguntarte: ¿voy a comprometerme a seguir haciendo esto dentro de cinco años? ¿En serio? ¿Pase lo que pase? ¿Todos los días? Son preguntas importantes, si tenemos en cuenta que esos cinco años son lo mínimo que hacen falta para obtener algo de importancia en cualquier campo. Uno no puede rendirse, opinar que todo ha salido mal, cuando solo lleva seis meses haciendo algo. Y muchos argumentarán que interviene la suerte, que hay quien es descubierto de la noche a la mañana, por ejemplo. Pero si uno investiga un poco, descubre que la mayoría de esas personas que han tenido éxito en algún campo, de manera aparentemente afortunada y casual, llevaban ya años desarrollando determinadas habilidades, y que el hecho de que estuvieran en el sitio adecuado en el momento adecuado se debe en gran medida al desarrollo de esas habilidades. La suerte existe, sí, pero es un factor mucho menos determinante de lo que podría parecer.
Primeros resultados
Tras el primer año realmente dirigido, de esos cinco a los que me he comprometido, puedo decir que los resultados han sido favorables: tengo un libro a las puertas (El fin de los sueños, junto con José Antonio Cotrina, que saldrá publicado el 20 de marzo con Plataforma Neo); tengo otra obra finalizada, en proceso de corrección, que pronto empezará a hacer la ronda por editoriales; y escribí 90000 palabras de una novela que, por muchas razones, me he visto obligada a reiniciar por completo, pero que espero poder terminar antes de que acabe el 2014. Pero todo esto no viene solo de sentarse a escribir a diario: si yo no hubiera pasado ocho años de mi vida de congreso en congreso, de convención en convención, hablando con escritores y editores, nunca habría conocido a las personas adecuadas para aprender a navegar en el complejísimo mundo de la edición. Si no me hubiera hecho un currículo, publicado otras cosas, nadie habría creído en mis posibilidades. Si no hubiera tenido cierta habilidad mínima para empezar, mi coautor no habría considerado compartir portada conmigo (y os puedo asegurar que es una persona tremendamente exigente y meticulosa). Así, repetimos: esas 10000 horas no son solo de escribir, leer, corregir y escribir de nuevo. También son de socializar con gente del gremio, de estar en todas partes, de dar y asistir a charlas y conferencias que de primeras podrían parecer inconsecuentes (todas estas acciones que, para una persona de naturaleza introvertida como yo, son agotadoras). Incluso son de escribir cientos y cientos de artículos sobre literatura para una página web. Todo está relacionado.
Contra viento y marea
Todo esto ha exigido una reestructuración mental muy grande por mi parte. Para empezar, decidí dirigirme a un nicho de mercado más productivo, que antes no había considerado: la literatura juvenil. He intentado tragarme la timidez y atreverme con ciertas cosas a pesar del miedo. He aceptado la disciplina diaria de escribir, y no he fallado ni un solo día. Escribir se ha convertido en una prioridad absoluta, por encima de comer, dormir o incluso pasar tiempo con mi familia o mi pareja. Todo esto compaginado con horas y horas de otros trabajos para intentar obtener algún ingreso. No soy muy fan de Almudena Grandes, por ejemplo, pero sí soy muy fan del hecho de que durante años se levantara a las cinco de la mañana para poder escribir, antes de llevar a los niños al colegio o ponerse a trabajar. Esas son las cosas que nunca nos cuentan de la glamurosa vida del escritor.
Hay muchos días que me levanto desalentada y me pregunto si algo de esto merece la pena. Los ingresos, tanto por mi trabajo como escritora como por mis demás ocupaciones laborales, son ínfimos (hace un par de años volví a casa de mis padres porque ya no podía permitirme alquilar un piso y pagar las facturas. Sigo sin poder permitírmelo). Trabajo mucho, e intento hacerlo lo mejor posible. Pero desde hace un tiempo siento que, a pesar de la ocasional desesperación, mi vida está llena de cosas maravillosas, de experiencias alucinantes y de posibilidades mágicas. Y tengo algo que mucha gente no tiene: un compromiso para cinco años. No puedo esperar a ver qué me deparan los cuatro siguientes.
Conclusión
Todo esto nos lleva a una única pregunta: ¿Es verdad lo que nos venden? ¿Es posible entonces desarrollar una habilidad y llegar a algún sitio con ella en el espacio de cinco años de trabajo constante y teledirigido?
No lo sé, pero pienso averiguarlo.
Sin duda solo puedo decir dos cosas: enhorabuena y valiente.
Hola Gabriella. La respuesta a tu pregunta es SI. Por desgracia, no puedo decirlo por experiencia personal. He estado procurastinando demasiado.
Pero veo que vas por el buen camino. Mucho ánimo.
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Un abrazo.
Muchas gracias, Luis. Ya conocía ese blog, tiene algunos contenidos interesantes.