Tranquilos.
El artículo de hoy no va de mi libro, ni de cómo podéis pedirlo ya en Amazon.
No, hoy no.
Hoy arranco con algo mucho más interesante.
(Miento, claro. Para mí ahora mismo no hay nada más interesante, pero voy a fingir por respeto hacia vosotros).
Igual habéis escuchado alguna vez ese consejo de «separa tu proceso creativo de tu proceso analítico«. O «no corrijas mientras estás escribiendo». O «donde pongas la olla no pongas la p***a». Todos consejos sabios. Porque nuestro cerebro funciona de forma muy diferente cuando está creando y cuando está procesando información de manera reflexiva y/o analítica.
¿Pero sabíais que también es conveniente tener espacios distintos para cada cosa? Todos sabemos que escribir y corregir, por ejemplo, son procesos muy distintos, y ambos se ven muy afectados por su entorno. Gregory Ciotti nos explica por qué:
Ciotti y el paseo como proceso creativo
En el artículo Leaving Your Desk Behind (Dejando atrás tu pupitre), Gregory Ciotti analiza los diferentes modos en los que funcionamos según la tarea que estemos desempeñando, como seres artísticos que somos los que escribimos, pintamos, esculpimos o deducimos importantes predicciones de futuro a través de las entrañas de un cordero recién sacrificado.
Todo el mundo tiene un sistema de censura incorporado, que filtra los pensamientos y estímulos que provienen del mundo exterior antes de que lleguen a la conciencia.
Aprender a liberar un poco esta filtración mental para permitir que entren más ideas novedosas es uno de los mayores retos para las personas que no se consideran creativas.
Por lo visto, todos tenemos una especie de sistema de censura que evita que todos los estímulos fantafabulosos que nos atacan desde el exterior nos entren todos a la vez y nos abrumen y atonten. Esta censura nos permite analizar y seleccionar los estímulos para utilizarlos de forma lógica y racional.
Las personas creativas, sin embargo, tienen la habilidad de “desconectar” este sistema de censura (algunos con más control que otros; de ahí también que muchos creadores usen drogas, alcohol y semejantes para buscar esa desinhibición, esa liberación del filtrado). La ubicación física en la que utilizamos (o no) esta censura es fundamental. El cerebro asocia un lugar de trabajo con un uso intenso de dicho sistema; asocia lugares repletos de estímulo, donde podemos dejarnos llevar (como, por ejemplo, una calle transitada o un parque lleno de vida) a puntos de entrada creativa, por lo que estos lugares le permiten acceso a todas esas mágicas cositas flotantes (¡musas!) que se convierten en nuestro cerebro en belleza, comunicación, ideas.
De ahí que muchos grandes artistas encontraran inspiración en sus paseos diarios:
Beethoven daba un vigoroso paseo después del almuerzo, y en el bolsillo siempre llevaba un lápiz y un par de hojas de papel, para apuntar pensamientos musicales oportunos.
Gustav Mahler seguía una rutina muy similar: daba paseos de tres o cuatro horas después de comer y paraba para apuntar ideas en su libreta. Benjamin Britten dijo que sus paseos de por la tarde eran «donde planifico lo que escribiré en mi próximo periodo sentado a la mesa de trabajo«.
Pero no es necesario irse de paseo. Otros prefieren nadar, escalar o simplemente sentarse tranquilamente en una cafetería. Esto me aclara por qué me resulta muchísimo más agradable escribir a mano. Aparte de que el proceso mecánico (y por tanto mental) es distinto cuando escribes a mano que cuando escribes en teclado, al apartarme de la pantalla para escribir me estoy dando un espacio propio para crear. Del mismo modo que cuando me siento en la terraza por las tardes al solecito para leer un poco (o incluso si cambio de habitación), mi cerebro está absorbiendo y disfrutando cada palabra. Es en esos momentos cuando no puedo parar de pensar, de tomar notas, de inspirarme. Estoy rodeada de estímulos y los estoy dejando entrar.
Por eso, creo, puede ser importante tener un espacio para crear y otro para corregir. No dejemos que los estímulos nos desborden cuando estamos haciendo algo puramente analítico; no dejemos que las emociones de lo creativo nos interrumpan. Y evitemos escribir sentados a la mesa de trabajo: ahí fuera se está mucho mejor.
Dicharry y el peligro de un público inadecuado
En un artículo reciente para Lithub, la novelista primeriza Cate Dicharry, autora del discretamente titulado The Fine Art of Fucking Up (El excelso arte de cagarla), habló de sus desastrosas experiencias en una gira de presentaciones de su libro. Las anécdotas más graciosas se refieren a entrevistas en radio donde no podía decir tacos (pero donde acabó hablando de mujeres desnudas cubiertas de crema batida) y a eventos como este:
Viendo a todas esas estimables y correctas damas con sus foulards de seda y su maquillaje perfecto y sus sonrisas dulces y maternales, todo lo que puedo pensar es: «No hagas el chiste de la polla. No lo hagas, no hagas el chiste de la polla. Y si tienes que hacerlo, usa una palabra distinta. No pienses en pollas delante de todas estas buenas mujeres. Y entonces me oigo decir: «Las pollas también estuvieron bien«.
¿Qué podemos aprender de esta experiencia de novata? Elige bien a tu público y adapta tu actuación ante cada uno, según sus necesidades. Y si tu libro está lleno de anécdotas obscenas, procura hacer presentaciones de libros en sitios donde tu abuela no lleve a todos los miembros de su club de ganchillo.
No sé por qué doy este consejo, porque soy incapaz de predicar con el ejemplo. Todavía estoy avergonzada de los «coño» que se me escaparon hablando con lectores adolescentes mientras les firmaba libros, del «la puta hostia» soltado en una conferencia para lectores de juvenil delante de un anfiteatro lleno de chavales y, lo peor de todo: aquel poema recitado delante de una sala llena de señoras respetables de la edad de mi abuela en un pueblecito de Granada, donde al final opté por sí pronunciar la palabra clítoris. Con todo, a las señoras no pareció importarles, y acudieron todas luego, abanico en mano, a darme la enhorabuena.
White y por qué tenemos que dejar de escribir para niños como si fueran tontos
Voy a hacer una confesión: he escrito middle-grade. Todavía no está publicado (y espero que salga a la luz algún día), pero es una obra de fantasía cómica destinada a lectores de once o doce años, aunque parece gustarle también bastante a mis lectores de prueba adultos. Lo escribí con José Antonio Cotrina (algunas parejas van de compras, otras al cine o a restaurantes, nosotros escribimos libros) y hubo unos cuantos momentos curiosos en los que tuvimos que tomar decisiones que no tuvimos que tomar con El fin de los sueños. ¿Podíamos usar palabras difíciles? ¿Podía haber alguna insinuación, aunque fuera lejana, a temas problemáticos como la muerte, el abuso o incluso la pubertad? ¿Sería el sentido del humor demasiado elaborado para lectores tan jóvenes?
Uno lee a escritores como Dahl, Pratchett, Ende, Gaiman y similares y se da cuenta de que son cuestiones que a algunos escritores realmente no les preocupan. Como dijo E. B. White (autor de La telaraña de Charlotte, uno de los libros infantiles más vendidos del mundo):
Cualquiera que rebaje el nivel para escribir para niños está perdiendo el tiempo. Tienes que subirlo, no bajarlo. Los niños son exigentes. Son los lectores más atentas, curiosos, dispuestos, observadores, sensibles, rápidos y (por lo general) amables del mundo. Aceptan, casi sin cuestionarlo, cualquier cosa que les presentes, siempre que se presente de manera honesta, valiente y clara. Yo les di, en contra de lo que me aconsejaban los expertos, un niño ratón, y lo aceptaron sin dudar. En La telaraña de Charlotte, les di una araña que leía y escribía, y también lo tomaron.
No sé si estamos en las mismas respecto a editoriales y público de nuestro país. Cosas como Hora de aventuras pueden funcionar bien en entornos como Cartoon Network, una cadena que ha ido «formando» muy poco a poco a su público en el bonito arte del absurdo, pero no tanto en TVE. Podría dar muchos ejemplos más de obras infantiles que han arrasado en el mundo anglosajón, pero que aquí probablemente no pasarían un primer filtro editorial. Es una cuestión cultural, tal vez. Y una tradición literaria muy diferente.
Así que escribimos otro libro más, aún más absurdo, para lectores aún más jóvenes, donde se trataban temas como la pérdida, el dolor y la supervivencia en entornos surrealistas.
Tenemos que dejar de hacer este tipo de cosas.
Pinker y por qué exageran los escritores
¿Sabéis esos escritores que quieren convenceros de que sus libros son buenos, muy muy buenos? Ese tipo de escritor que cuando intentas explicarle cómo sientes que tu texto es, a la vez, bueno y malo, cómo intentas escapar del terrible juez que es tu mente lectora y correctora, te responde con la boca abierta y la mirada vacía, como si le estuvieras hablando en klingon. Porque a él (o a ella) eso no le pasa.
Pinker dice que, por pura supervivencia, todos nos creemos bastante mejores de lo que somos:
(…) La explicación plausible es que esas creencias positivas sean una táctica de negociación, un farol creíble. Al reclutar a un aliado para apoyarte en una iniciativa arriesgada, puedes ganar mucho si exageras de forma creíble respecto a tus puntos fuertes. Es mejor creerte tu propia exageración que mentir sobre ella con cinismo, porque la carrera armamentística entre mentir y la detección de mentiras ha equipado a tu público con las herramientas necesarias para ver a través de tus mentiras descaradas. Siempre que tus exageraciones no sean risibles, tu público no puede permitirse ignorar tu propia valoración de ti mismo/a, ya que se supone que tú tienes más información sobre tu persona que cualquier otro, y que tienes un incentivo integrado para no distorsionar tu autovaloración demasiado (o andarías siempre de desastre en desastre). Sería mejor para la especie si nadie exagerara, pero nuestros cerebros no se han seleccionado para el beneficio de la especie, y ningún individuo puede permitirse ser el único individuo honesto en una comunidad de autopotenciadores.
Así que ya sabéis, escritores, si queréis convencer a vuestros lectores potenciales, tenéis mucho que ganar si os creéis mejores de lo que sois. Pero no demasiado, o el detector de caca de vaca empezará a pitar como loco en todos los oídos ajenos.
Así, esto es aceptable:
Mi libro es una fantástica incursión en el universo de la maternidad; describo con prosa exquisita todas las subidas y bajadas del increíble proceso de ser madre.
Esto no:
Este libro está destinado a convertirse en el referente para todos los lectores habidos y por haber que puedan interesarse por el mundo de la maternidad (y para los demás, también). De hecho, se convertirá en el líder glorioso que destruirá todo lo que existía antes en cuanto a esta temática, llamado a abrir una nueva y apasionante época en la historia de la literatura universal.
Babauta y perderse en el momento
Con todo el barullo que he tenido esta semana, he procurado darme algunos momentos sueltos para leer, reflexionar, meditar. A veces es lo mejor, no solo para la paz mental de uno, sino para absorber mejor, como decía Ciotti, todos esos estímulos que nos empeñamos en censurar e ignorar, y poder ser creadores más originales, complejos, tal vez incluso trascendentes (en el sentido de que nuestra obra pueda producir algo en los demás, ir más allá del acto solitario de escribir). El yoga, aunque me resultaba terrible al principio, también me está ayudando a encontrar emociones crudas, brutas, que luego puedo utilizar en mi práctica creativa.
Perdámonos en este único momento, como dice Leo Babauta:
¿Cómo es? ¿Cómo es la luz? ¿Qué hay de los sonidos, los olores, lo que está sintiendo tu cuerpo, las personas a tu alrededor? ¿Cuál es tu estado mental? ¿Qué te preocupa, qué te alegra? ¿Qué es lo que impide que aprecies este momento?
Perderse en el ahora, aprender realmente a sentirlo y a experimentarlo, es una herramienta tremendamente eficaz para un escritor. Si no sabemos a qué huelen las cosas, a qué saben, qué ruido hacen, qué sensaciones producen, ¿cómo pretendemos explicarlo a los demás?
Párate: mira, escucha, saborea.
Tus lectores también quieren formar parte de este momento.
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Me ha encantado. Lo cierto es que no he encontrado ni un solo «post» en este blog que me parezca poco útil o como si hubiese sido elaborado deprisa y corriendo. Al contrario: es admirable el trabajo que realizas y tu forma de redactar me gusta cada día más. Una única observación: evitar decir palabrotas es algo que ha de hacerse siempre, al margen del público que le lea a uno. Los adolescentes no valoran más a quienes más tacos dicen y los lectores de erótica tampoco valoran más a los que utilizan un lenguaje soez. A mí me gusta leer cosas como: «¡Mierda, otra vez ese cabrón llevándose la gloria, las medallas, los aplausos…, cuando soy yo el único que pasa las putas semanas deslomándome para obtener…, ¿qué?. No sé, algo. Una maldita nota de agradecimiento, supongo.» Pero no le hablo así a la gente en persona. No hablo como escribo y menos si escribo cosas como esa (o no), que es frecuente. Perdona la extensión. Gracias. Un saludo.
Interesante lo que apuntas de las palabrotas, Rachael. Creo que a mí me pasa al revés que a ti. No suelo usar tacos en mis escritos (aunque alguno se puede escapar), pero soy muy fan del poder enfático de un taco bien usado en una conversación (con moderación, y en el lugar adecuado, es una herramienta más de comunicación). Pero es cuestión de gustos, claro. Creo que se puede decir alguna que otra palabrota en según qué contexto, sin que sea soez ni malsonante el resultado final.
Sí que me cuido más ante lectores adolescentes (aunque seguro que ellos los usan más que yo), en parte por la reacción de padres y educadores.Y tampoco quiero dar el mensaje de: «mirad lo que mola soltar tacos». No sé. Es mi elección usarlos en mi vida personal (como herramienta expresiva, no como simple muletilla), pero cuando tenía 15 años no era una elección, era lo que escuchaba y lo que había que usar para ser guay. No quiero perpetuar ese mensaje y por eso procuro no usarlos delante de determinados públicos.
Frente a un público adulto es otra cuestión. Los tacos son expresiones de violencia, formas en las que el lenguaje deja escapar agresión y frustración. Si un momento pide una expresión agresiva, la uso. Pero ya digo que es cuestión de gustos. Puede que también sea un filtro. Si a un lector potencial no le gusta que diga «es un jodido reto», es posible que tampoco le gusten las escenas de violencia y/o sexo que pueden contener mis textos (y digo «es posible», porque, como bien apuntas, es muy distinto leer un taco que escucharlo).
No he podido evitar sonreír cuando has nombrado a Mahler, es uno de mis compositores favoritos, adoro sus sinfonías * . *
Es cierto que meditar ayuda a concentrarse en el presente, es uno de los problemas más habituales, un proverbio zen dice: Cuando estamos sentados pensamos en que vamos a incorporarnos, una vez incorporados nos recreamos sabiendo que después echaremos a andar.
Y tiene mucha razón, nuestras menes suelen volar, en lugar de estar en el presente.
No había pensado en cambiar de lugar para corregir, reflexionaré sobre el tema 🙂 Eso sí, me encanta preparar esquemas en cafeterías, tiene algo mágico. Estás sola y acompañada al mismo tiempo.
¡Abrazos!
Bueno, para mí preparar esquemas es algo muy creativo, jeje. Creo que un cambio de ambiente es genial para inspirarnos en cualquier sentido. Y además hay quien dice que el murmullo de ruido de fondo que tiene un sitio como una cafetería, precisamente, ayuda a la concentración (!).
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[…] No recomiendo que te pongas a editar un texto en el que acabas de escribir, ya que implica un gran cambio de mentalidad (y siempre vemos de manera más objetiva un texto cuando ha pasado algún tiempo). Es recomendable que edites o bien otro texto diferente, o que programes la edición para el día siguiente a la escritura. Muchos autores recomiendan hacer cosas por bloques de tipo de actividad, o incluso tener días específicos de creación y otros de edición (incluso usan lugares diferentes para cada tarea). […]