En una esquina del ring: un reluciente Kindle de última generación, apenas 200 gramos de peso. Repleto de cientos de libros, cargado de intención y promesa.

En la esquina contraria: un libro tradicional, recién salido de imprenta, con ese olorcillo a papel nuevo que hace que te estremezcas de anticipación. Repleto de horas y horas de tranquila lectura acurrucado/a en el sofá.

AAAAAND… FIGHT!

streetfighter

No sé a vosotros, pero a mí la lucha entre el libro digital y el libro físico hace tiempo ya que me resulta cansina. ¿Por qué nos empeñamos en enfrentarlos? Pueden ser dos cosas complementarias: leo en mi tablet cuando me resulta más práctico (si estoy de viaje, por ejemplo), y en un libro físico si estoy acurrucada en la cama. Debido a que asocio una pantalla con trabajo, suelo usar la tablet para todo lo relacionado con el trabajo (artículos, libros de ensayo, novelas de clientes) y los libros tradicionales para leer novela por gusto.

Todos tenemos nuestros preferidos, y muchos discutiríais conmigo eso de que ambos son geniales. ¿Pero y si introdujéramos otro participante nuevo en la contienda?

¿Y si leyéramos en el móvil? No me refiero a leer algo que ya solamos leer en la pantallita, esas lecturas que tan bien vienen por cuestiones prácticas (yo lo uso a veces para echarle un ojo al Instapaper), sino para leer algo asociado por completo al libro físico: un gran (y contundente) clásico literario.

Eso fue precisamente lo que se planteó Clive Thompson. Y luego habló largo y tendido sobre su experiencia en Book Riot.

Thompson y cómo leer Guerra y paz en el móvil

De entrada, el proyecto parece absurdo. Casi pensaba lo mismo el propio Thompson, leyendo cachito a cachito en su iPhone, en esa ventanita a cincuenta años de historia rusa. Se desesperó al ver que, tras 17 minutos leyendo, solo había llegado a la marca del 2%, según su aplicación Kindle. Calculó que iba a necesitar 27 horas de lectura para terminar con la tarea. 27 horas de lectura en una pantallita de móvil son muchas horas de lectura.

Thompson empezó citando los típicos estudios de digital vs. papel y etc., contraponiendo su experiencia a la de la lectura en papel. El móvil salía perdiendo. Pero, poco a poco, conforme se metía en la novela, comenzó a descubrir algunas cosas de lo más interesantes.

Por lo visto, una de las razones por las que muchos preferimos leer novela en papel es porque el libro físico lleva prestigio asociado.

clive thompson

Esto parece una tontería, y pretencioso. ¡Y lo era! Pero un poco de pretensión ha resultado ser útil a nivel cognitivo. Hay nuevas investigaciones sobre la lectura que sugieren que una razón por la que recordamos más de los libros impresos que de los digitales es porque tenemos la expectativa de que lo impreso es intelectualmente más exigente. Nos acercamos a esa lectura con una actitud de «esto es algo serio», de una manera que no hacemos en pantalla.

Tiene mucho que ver con lo que comentaba yo antes de asociar la pantalla con el trabajo y otras actividades. Si usamos pantallas para trabajar y jugar, no tanto para leer en profundidad, al coger una tablet, un eReader o un móvil no leeremos con la misma atención ni gravedad.

clive thompson

¿Pero qué ocurre si tratamos a las pantallas digitales con el mismo romance, con esa misma intensidad de enfoque? Los estudios sugieren que la disonancia cognitiva desaparece: aprendemos lo mismo y retenemos lo mismo que en papel. Como informó el periodista Ferris Jabr para el Scientific American, las diferencias intelectuales entre el papel y los bytes podrían deberse a la actitud que tenemos para con ellos. Cuando creemos que leer en la pantalla de un teléfono es igual de «serio» que leer en papel, interiorizamos esa lectura con la misma profundidad.

El propio Thompson descubrió que, conforme iba leyendo y se acostumbraba al formato del móvil, sus prejuicios se desvanecían y la experiencia de lectura cambiaba. Su concentración fue en aumento y comenzó realmente a disfrutar de la novela. Las ventajas eran cada vez más evidentes: a diferencia del tochaco que es un Guerra y paz impreso, su móvil iba siempre con él, y podía robarle minutos a los ratos muertos para enterarse de la suerte de tanto pobre soldado ruso y francés. Enseguida comenzó a usar notas de audio para grabar sus reflexiones y dudas, una función que le permitía tomar notas sin perder el hilo de la lectura. Pero su revolución tecnológica no terminó ahí. Cuando terminó el libro, convirtió sus notas de audio a texto, y luego a acudió a una máquina de impresión a demanda que hay en una librería de Nueva York, se imprimió el documento en formato libro y tuvo su propio War in Pieces:

War in pieces

Thompson realizó una comparación, a mi parecer, bastante acertada. Dijo que uno de los problemas del enfrentamiento del digital y el papel es que creemos que la lectura en digital, tal y como la conocemos, es algo acabado, definitivo, y la juzgamos según esa noción. La compara a los primeros libros impresos por Gutenberg: no eran cómodos de leer, todavía no existía una tipografía que diera una experiencia agradable de lectura como hoy en día. Para Thompson, pasa igual con el digital: todavía son tiempos pioneros. Falta bastante para que demos con formatos y máquinas realmente adaptadas a nuestras necesidades de comodidad lectora. Compara, de hecho, su pantalla de móvil con las páginas de libros de otros tiempos, más reducidas, como el libro en octavo (o incluso duodécimo) de hace siglos, diseñado para poder leerse cómodamente en cualquier lugar. Es más, compara la portabilidad de su lectura y el formato del texto en pantalla con la experiencia de lectura en las tabletas cuneiformes, esos depositarios de información (y, sí, también historias) de hace mucho, mucho tiempo, que podían caber fácilmente en las manos, justo como un teléfono móvil.

Concluye encantado con la experiencia. Aunque seguirá con el papel para novelas ligeras y otro tipo de lecturas, ha decidido que los niveles de concentración y comodidad alcanzados en el Kindle de su móvil son ideales para leer tochacos, y ya se ha leído unos cuantos más, aunque dice que hasta el móvil tiene sus límites. Proust, por lo visto, no lo termina de enganchar.

No sé yo si me comería un Tolstoi en mi Motorola. Pero la próxima vez que ande aburrida en un aeropuerto o en la sala de espera del médico, quién sabe, igual es hora de abrirse un Ulises o El molino del Floss, o cualquiera de esos libros que por partes me encantan pero en los que me resisto a sumergirme por completo. Y es que hay días en los que no hay ni un momento para leer, y otros en los que hay montones de huecos por donde robarle páginas al tiempo*.

Cada día, como vamos a ver ahora, es diferente. ¿Pero qué tiene eso que ver con la escritura?

Emily Wenstrom y en qué se parece la escritura al yoga

Vale, vale, admito que el yoga es un poco como el crossfit o la dieta paleo: quienes lo practican no dejan de darte el peñazo con el tema. Ya estáis cansados de que os cuente los paralelismos constantes que encuentro entre el proceso mental que exige el yoga y el que exige la escritura. Aun así, no me resisto a contaros lo que opina al respecto Emily Wenstrom, a quien ya he citado en alguna otra ocasión por sus excelentes artículos en The Write Practice (y a quien he colocado en mi lista de «mujeres con las que me voy a casar en poliamorosa armonía, aunque ellas todavía no lo saben», justo debajo de la Popova). Creo que le vais a encontrar un uso inmediato:

wenstrom

En esa misma línea, quizás ayer te salieron 3000 palabras del tirón y te encantó cada una de ellas, pero hoy eres incapaz de escribir tres seguidas. Eso está bien. Es todo parte del proceso.

No te fuerces a ser el escritor que fuiste ayer. Sé el mejor escritor que puedas ser hoy.

En el yoga pasa una cosa muy curiosa, y es que cuanto más te fijes en lo que hacen los demás, peor te va a salir a ti. Es inútil intentar guiarte por lo que otros han conseguido, porque, para empezar, exige un proceso de práctica increíblemente largo. Uno puede aprender a nadar en el espacio de meses, puede aprender técnica para hacer un buen crawl en unos meses más. A primera vista, no va a haber tanta diferencia entre un nadador novato y uno profesional, aparte de la velocidad y la postura. Ambos nadan, colocan el cuerpo de forma similar. (Ahora vendrán miles de expertos en natación a llevarme la contraria, pero creo que pilláis por dónde voy: para el ojo novato, no hay tanta diferencia formal entre el que lleva nadando un par de años y el que lleva toda la vida: los gestos son los mismos). Pero pon a un principiante de yoga al lado de un maestro y a ver cuál de los dos coloca los pies detrás de las orejas. En el yoga hay personas que llevan toda su vida practicando a diario y hay posturas que todavía no les salen bien. La curva de aprendizaje se eleva con tal alevosía que en ocasiones parece un ascensor espacial.

La escritura por suerte, no tiene una curva tan desesperante. Pero la distancia entre el escritor novato y el veterano es abismal. Así que uno tiene que aprender, como en el yoga, o como en cualquier otra disciplina de aprendizaje lento, a dejar de mirar lo que hacen los demás (¡incluso lo que hacías tú mismo!) y concentrarse solo en hoy, en la práctica de ahora. Además, ocurre que en la escritura, como en el yoga, aprendemos con lo que los anglosajones llaman breakthroughs (todavía no he dado con una traducción exacta de este concepto a nuestro idioma). No es un proceso fluido, de aprendizaje equitativo. De repente, encuentras que un día te puedes sentar en medio loto. Y otro día te puedes sentar en loto completo. Con la escritura pasa igual. De repente, un día, descubres que te salen las escenas de acción. O das con la frase perfecta. O encuentras tu voz. Nuestra voz se esconde, va y viene, es escurridiza, al igual que el vacío mental necesario para realizar bien una postura. En la escritura, igual que en el yoga, esos grandes momentos vienen por la práctica.

Imagino que debe de ser igual para quien levanta pesas. Un día te das cuenta de que eres capaz de levantar cierto número de kilos. Y al siguiente apenas puedes levantar lo de siempre. Pero sigues yendo al gimnasio. Porque sin los días malos, sin esa constancia de aparecer por ahí, aunque creas que vas a hacerlo fatal, es la que hace que existan los días buenos. Los días en los que te colocas el pie en la oreja, levantas 200 kilos o terminas la gran novela española (o algo).

Hay días en los que sentimos que no podríamos escribir ni aunque nos pusieran una pistola en la cabeza. Hace poco, Juande Garduño comentó en Facebook que se había puesto a escribir cierto día sin ganas y que solo le había salido un churro, y me pareció que se preguntaba si merecía la pena escribir en los días en los que uno no está inspirado. Yo creo que sí es necesario. Ese día de práctica es parte del complejo entramado de nuestro aprendizaje, aunque no lo parezca. Primero, porque reafirma el hábito (escribe, pase lo que pase) y segundo: son las palabras malas, las que tiramos, las que nos han llevado hasta donde estamos.

Y eso lo explica muy bien Laura Dave, que tiró su novela a la basura.

Laura Dave y la felicidad de tirar tu novela a un contenedor

laura dave

Y aun así. A todas esas personas que dicen que las cosas las ven venir: yo no tenía ni idea de que lo que se me venía encima eran 18 meses laboriosos, 97000 palabras y 500 páginas de documentación; ni de que acabaría por tirarlo todo en un conteneder de reciclaje en el norte de California, al lado de la Autopista 12.

¿Os imagináis lo que debe de ser tirar 97000 palabras a la basura? No, ni idea. Al fin y al cabo, yo solo me deshice de 90000. Por suerte, cuando escribes fantasía juvenil, la documentación no se te acumula tanto (siempre que no seas Ursula K. Le Guin). Y yo lo que hice fue empezar de nuevo con la misma historia (más o menos). Pero Dave no. Dave lo tiró para siempre. Para Dave, fue más una cuestión de rendirse a la evidencia: esa novela no le apasionaba a ella y esa novela no le iba a apasionar a sus lectores. Tenía unas notas que había escrito a mano, corriendo, para otra novela. Esas notas con el tiempo se convertirían en su siguiente libro, una obra que le entusiasmó desde el principio.

laura dave

En un mundo de ordenadores y nubes, tirar mi novela era un gesto sobre todo simbólico (aunque no lo sentí como tal).

Me quedé allí sentada, sin respiración, y esperé a que llegara la desesperación.

En vez de eso llegó otra cosa. Dieciocho meses. 97000 palabras. Era más como un silencio.

Se me ocurrió en ese momento algo que hace tiempo mantengo como cierto: lo que tiramos nos hace tan escritores como lo que guardamos.

¿Pero cómo sabemos que lo que no nos apasiona debemos tirarlo? Cuando uno se atranca, cuando uno llega a ese horrible límite de las 30000 palabras (por decir alguna cifra), donde cruza el puente de «pero menuda mierda estoy escribiendo» para llegar a la orilla del «pues esto no está tan mal; casi mejor lo termino» en vez de ahogarse en las aguas del río Desesperación, la tentación de abandonar es poderosa, por mucho que nos guste lo que andamos escribiendo.

Dave lo explica bien:

dave3

Lo mejor que he escrito nunca podría estar en la basura.

Aun así, creo que es una apuesta crucial. Que, a pesar de lo que puede quedarse atrás, a veces deshacerse de algo es la única manera en la que llego a las historias que tengo que escribir, las historias que me proporcionan felicidad al escribirlas.

Y algunos días, creer eso es lo que hace que siga adelante. Porque también creo que eso que has escrito vuelve a ti de formas que no podrías haber planificado (…).

Lo que abandonamos. Lo que tiramos. Misterios sin misterio. Nueve frases en el bloc de notas de un hotel. 97000 palabras a lo largo de 18 meses dolorosos. Importa. Es práctica. Es prólogo. Y todo eso, parte de eso, un germen de eso, lo sacaremos de entre los desechos, en una fecha posterior, cuando estemos, de alguna manera, más preparados para ello.

Lo digo siempre (lo sé, soy una cansina): hagamos caso a Sturgeon. El 90% de todo es mierda.

Deshagámonos del 90% que nos sobra para producir un 10% maravilloso. Pero para eso hay que escribirlo: hay que producir un buen montón de asquerosa y humeante mierda. No se desperdicia, en realidad. Ese será tu prólogo.

Como dice Mantel, siempre somos principiantes. Y lo que nos queda, al final, es el coraje de seguir escribiendo.

Mantel y miles de cosas interesantes que no caben aquí. Porque hilary no puede abrir la boca sin decir algo profundo e importante. y porque ya son las cuatro de la tarde y quiero publicar esto algún día

Termino hoy este artículo de recortes (que, como siempre, se ha alargado demasiado), con esta cita de otro de mis ídolos, Hilary Mantel, una mujer que muchos conoceréis por haber llamado «princesa de plástico» a la futura reina de Inglaterra, y a la que otros conoceréis (espero), por sus impresionantes novelas históricas. La entrevista que concedió al Paris Review está llena de maravillas, pero me quedo con esto:

hilary mantel

(…) Entre los escritores, la pregunta no es quién te influye, sino qué personas te dan coraje. Cuando yo empecé, la escritora que me dio coraje, de entre nuestros contemporáneos, fue Beryl Bainbridge. No escribo como Beryl y nunca lo he hecho, pero cuando empecé a leer su obra, sus libros eran tan distintos, tan divertidos de un modo oscuro (…) que pensé que si ella podía salirse con la suya con eso, yo también podría.

Lo importante no es tanto quién te influye (en estilo, estructura, temas…), sino quién te da coraje. Hilary me dio el coraje de creer que pueden confeccionarse cosas diferentes y hermosas y aun así encontrar un público para ello, tejiendo una historia cautivadora. Por lo menos sé que esa posibilidad existe, llegue o no llegue.

Tal vez deberíamos preguntar eso en las entrevistas a escritores. No tanto quién te ha influido, a quién copiaste en tu juventud, sino quién te hizo darte cuenta de que eso se podía hacer. Quién te hizo atreverte a hacer lo que haces.

No sé que opináis. Para mí sería bastante más interesante.

 


*Editando: Me cuentan en los comentarios (¡gracias, Juan Antonio!) que ahora hay carcasas especiales para convertir tu móvil en un lector electrónico. Eso ayudaría un poco al problema de la vista cuando nos pongamos a zambullirnos en nuestro próximo gran clásico tocho ruso.