Cuando tenía unos seis años, justo antes de venir a España, escribí mi primer cuento.

Bueno, no sé si fue el primero, pero es el primero que recuerdo, igual que recuerdo el primero que escribió mi hermano (vagamente). Creo que el suyo iba de una patineta asesina. O una patineta valiente. No sé.

El mío iba sobre un águila marrón o algo así. Hice un dibujo en el cuento y recuerdo ese garabato marrón que parecía un pájaro, si lo mirabas de lejos con los ojos entrecerrados.

A día de hoy mi hermano se dedica a los ordenadores y yo escribo. Pero tengo que reconocer que la idea de la patineta asesina molaba más. Tal vez el mundo se está perdiendo a un genio de la narrativa. Desde luego lo de inventarse historias se le da genial, sobre todo cuando llega tarde.

No es que me arrepienta de las decisiones que tomé y del camino recorrido. Si tuviera la oportunidad de volver atrás en el tiempo y de decirle algo a esa niña de seis años que empezó a escribir, probablemente no serviría de mucho. Tal vez sería más útil hablar con la chica de diecisiete, antes de que fuera a la universidad.

En las firmas de libros me encuentro con lectores que están en ese momento. Lectores que quieren ser escritores. Es una de las cosas que más me gusta de haber publicado juvenil. Tratas con personas que están en un momento clave de sus vidas. Que saben que quieren escribir pero no saben cómo hacerlo, en qué dirección marchar. También me lo preguntan de vez en cuando por correo.

No sé si mis consejos sirven de mucho. He estado exactamente donde están ellos ahora y a veces creo que sé cuáles serían las mejores opciones. Cada uno tiene que tomar sus propias decisiones y aprender de los resultados. Pero tal vez estas reflexiones puedan ser de alguna utilidad:

empezó a escribir

1. Tienes que decidir

Lo primero, tal vez lo más importante. Los que leéis mucho mi blog tendréis que perdonar que me repita, pero esto es tan básico que no quiero que nadie se lo pierda. Recuerdo haber pasado tantos años yendo de una cosa u otra, probando de aquí y allá. Y eso está bien si lo haces durante un tiempo, si te ayuda a conocerte. Pero en ciertos momentos es importante poner todo tu enfoque y concentración en solo una cosa, o la indecisión y los saltitos acabarán convirtiéndose en una mala costumbre.

Me encuentro con personas que adoran escribir, pero también les gusta bailar, dibujar o hablar en klingon. «¿Qué hago?», preguntan. Y siguen adelante entre el baile, el dibujo, el klingon y la escritura.

Recuerda que vas a tener varias oportunidades a lo largo de tu vida. Te llevará unos siete años de media dominar una habilidad o hacerte un hueco en un sector. Luego puedes hacer otra cosa. Creo que elegir una prioridad (la que sea) y comprometerte con ella durante cada racha de siete años es importante. Siempre puedes reinventarte en la siguiente racha. Es imposible progresar lo bastante en algo si no haces más que distraerte con todas las posibilidades que el mundo te ofrece.

Pueden combinarse habilidades en algunas áreas. Pero si eres ambicioso, si quieres llegar a ser realmente bueno en lo que haces, vas a tener que darlo todo.

2. Lo de «trabaja en algo que te apasiona» no es tan buen consejo

¿Conocéis esa frase de «si trabajas en lo que te apasiona, no trabajarás un solo día de tu vida«?

Quiero encontrar a la persona que dijo eso para darle un coscorrón. O tres.

Es una frase dañina, tóxica. Nos lleva a pensar que el trabajo tiene que apasionarnos. Todos los días. Siempre. Y cuando eso no ocurre, decidimos que es porque no hemos «encontrado nuestra pasión» y nos ponemos a buscar otra cosa. En bucle.

A mí me gusta escribir, me gusta todo lo que lo rodea. Me apasiona comunicarme por escrito. Pero hay días en los que no me apetece nada. Hay días en los que las palabras simplemente no quieren salir. Hay días en los que miro mi cuenta bancaria y lloro un poquito. Hay días en los que tengo que hacer la declaración del IVA, y por favor si conocéis a alguien a quien le guste usar la web de la Agencia Tributaria, presentádmelo. Quiero saber de qué planeta procede.

Aquí está la incómoda realidad: por mucho que te guste tu trabajo, sigue siendo trabajo. Es decir, tienes que trabajar. Y hay días en los que en vez de trabajar quieres ir a hacer puenting desde un rascacielos, ponerte hasta arriba de drogas de diseño o participar en un baile masivo y sincronizado con tus compañeros de clase de tango. Ya sabéis, cosas que hace la gente normal.

No se trata de dar con la carrera, el trabajo, el futuro perfecto. Se trata de tener muy claro lo que quieres conseguir y encontrar la manera más práctica de llegar. No se trata de trabajar en lo que te gusta. A veces se trata más de que te guste aquello en lo que trabajas. Y si quieres escribir, puede que aquello en lo que trabajes sea sirviendo hamburguesas, limpiando cristales, asesorando a inversores millonarios o defendiendo a un criminal ante un juez. Cualquier cosa que te dé de comer mientras y que te proporcione una pequeña ventana de tiempo para escribir.

Más te vale enamorarte de la rutina, del esfuerzo y del fracaso si quieres ser realmente bueno en lo tuyo. Soñar es bonito, pero no es muy productivo. La literatura no tiene nada de glamuroso. No hay photo-calls, y cuando los hay no les estás prestando mucha atención porque estás pensando en los veinte emails que tienes pendientes de respuesta y el libro que tiene que terminarse para el mes que viene.

Escribir no da dinero. O por lo menos no lo da a corto plazo. Son muchos muchos años de esfuerzo y práctica. Más te vale tener un plan B de algo que puedas hacer y que te pague las facturas mientras te curras lo de escribir y el mundo, por fin, se da cuenta de que eres el próximo Murakami y te ves tirándote de cabeza a lo Tío Gilito a tu piscina de monedas doradas. Puede que ese plan B no sea el sueño pintoresco que tenías desde niño. Puede que sea tedioso y cansino.

Una nota importante: no te tires de cabeza a una piscina llena de monedas de oro. Es peligroso.

Aunque también es cierto que si eres escritor y tienes una piscina llena de monedas de oro, no tendrás que tirarte. Vendrán otros escritores a hacerlo por ti.

3. Una carrera de letras no te prepara para escribir

Al hilo de lo anterior, si lo tuyo es la escritura, estarás tentado de hacer una carrera de letras. Porque lo tuyo es la literatura. Aquí es importante tener en cuenta dos puntos fundamentales:

1. Una filología o una carrera de teoría literaria no te preparan como escritor. Te preparan como académico y como lector, como un lector excelente. Te proporcionan conocimientos importantes que pueden aplicarse a los textos que creas. Y un lector excelente escribe mejor. Pero no son absoluta y totalmente indispensables para adquirir estos conocimientos.

2. Las carreras literarias tienen salidas muy determinadas. Si te gusta la docencia, por ejemplo, una filología es una buena combo. ¡Profe by day, escritor by night! (Siempre que haya oposiciones, ejem). Si te gusta la investigación, lo mismo (aunque ya te puedes preparar, porque solo puede quedar uno, al más puro estilo Los inmortales). Pero si ninguna de estas salidas te interesa, más te vale ver qué otras especializaciones puedes encontrar después, qué otras oportunidades te ofrece tu carrera. Porque puede ser más práctico empezar directamente por otra cosa.

Muchos de los buenos editores, agentes, periodistas y escritores que conozco no son filólogos, ni nada que se le parezca. Empezaron en otros sectores y poco a poco fueron abriéndose camino a base de trabajo, voluntad, de ayudar a otros profesionales y gracias a una gran flexibilidad y capacidad de aprendizaje.

Una carrera literaria NO ES 100% NECESARIA PARA ESCRIBIR. Sí, me habéis oído. Leído, perdón.

¿Es útil? Sí. Los conocimientos que adquirirás serán de gran ayuda. Pero todo depende de tu plan de acción. Si tienes seguridad en que lo que quieres es escribir, también puedes usar otra estrategia: elegir algo con mayores oportunidades laborales. Si lo que vas a hacer es escribir de madrugada y trabajar durante el día, ¿no tiene sentido hacerlo en algo que te proporcione seguridad económica?

Yo hice Teoría de la literatura y literatura comparada, y creo que es una carrera universitaria excepcional, o por lo menos lo era cuando yo la hice en Granada. Te ofrece una perspectiva global, no solo de lo literario, sino de lo histórico, social y cultural, que creo que muy pocas carreras ofrecen. Pero tal vez, de volver atrás en el tiempo, habría hecho otra cosa. Habría intentado asegurarme un trabajo «de diario». Lo que he estado haciendo hasta ahora (corregir, traducir, editar) puede hacerse con cursos determinados, no son necesarios años y años de carrera universitaria. Es fácil decir eso desde el futuro, sí.

Podríamos hacernos la siguiente pregunta: si quiero escribir, ¿a qué podría dedicarme el resto del tiempo que no me dé ganas de tirarme por un balcón? Y si eso es hacer una carrera relacionada con las letras, genial, adelante. Pero es importante ser consciente de que todo no es subirse a pupitres y gritarle «oh, mi capitán» a Robin Williams. Es impresionante la cantidad de personas que se lanzan a una carrera de letras pensando que eso los convertirá en escritores.

Uno no se hace escritor gracias a una carrera, aunque sea una carrera de creación literaria. Uno se hace escritor gracias a muchos años de trabajo, muchos años de relacionarse con gente de la industria y gracias a una pizca de suerte. Y mientras, más te vale tener algo que hacer que te pague el alquiler, la hipoteca y el sushi de atún. Vamos, lo que vienen a ser las necesidades básicas de un ser humano.

4. Deja de perder el tiempo

Ah, esos años de encontrarse a uno mismo. De fiestas y socializar y todo eso.

Hay quien dice que no sabemos qué hacer con nuestras vidas hasta los 30. Yo creo que eso es mentira. Más bien suele ser alrededor de los 30 cuando nos damos cuenta de que ya no somos tan jóvenes y que, o elegimos ahora, o cada día que pase tendremos menos oportunidades de haber hecho algo que merezca la pena.

Ser joven no es excusa para no saber lo que quieres. Claro que no sabes lo que quieres. Nadie lo sabe. Como dije en el punto 1, elige algo, lo que sea, y dáselo todo.

Quiero que alguien venga a devolverme todo el tiempo que perdí. Todo ese tiempo de hacer favores, de participar en proyectos que no me interesaban solo porque «me convenía para el currículo» o porque no quería enfadar a nadie. Todo ese tiempo de jugar a videojuegos (que fue mucho, demasiado). Todo ese tiempo de leer por obligación en vez de por gusto. Todo ese tiempo de estar enferma y no hacer nada al respecto. Todo ese tiempo de «ya lo haré mañana».

Porque mañana llega. Y mañana te patea el culo y te dice «¿qué tienes para enseñarme?».

Y ya sabéis, 10000 horas y tal. Horas que necesitas para ser realmente bueno en lo tuyo. Podría ser diez veces mejor escritora de lo que soy. Qué narices, podría ser violinista profesional, o bailarina de claqué o entrenadora de perros.

Me niego a llegar a los cuarenta y darme cuenta de todo lo que podría haber hecho estos diez años.

Deja la tele un rato. Deja Facebook un rato. Deja el móvil. No es obligatorio salir todos los fines de semana.

Escribe.

5. Haz ejercicio

Una mujer muy sabia dijo una vez, en sus consejos para escritores: «Haz ejercicios para la espalda. El dolor distrae».

Pero durante muchos años yo no conocía a Margaret Atwood y su sabiduría no llegó hasta mí. Escribir, y cualquier actividad relacionada, implica estar muchas horas sentado/a delante de un ordenador.

Y hacer ejercicio da pereza.

Es tal vez mi mayor lucha desde hace unos años. Ser activa. Mis niveles de energía están por lo general entre el -5 y el 3, por lo que soy siempre como un gran oso perezoso intentando llevar el ritmo de colibríes y gacelas. No es bonito de ver.

Pero hay que conseguirlo. Con 33 años uno debería tener una columna vertebral propia de una persona de 33 años, no la que tengo yo. Con 33 años uno todavía es joven, pero si no has hecho ni el huevo desde los 18, prepárate para algunas sorpresas desagradables.

Supongo que este consejo es válido para cualquier persona que tenga un empleo sedentario. Y sí, nos lo dicen siempre y nunca hacemos caso. Pues ya va siendo hora.

6. Eres mala a rabiar, acéptalo

Cuando estamos en el colegio, cuando somos pequeños, destacar no es difícil. Tal vez se te dan mejor los deportes, tal vez se te da mejor hacer mosaicos de colores con retratos caricaturescos de profesores que te caen mal. Todos tenemos aptitudes. Todos tenemos nuestros talentos.

Pero cuando sales de ese entorno inicial, te encuentras con algunos hechos asombrosos. Esa chica que se sienta delante de ti en clase de Álgebra aplicada a la manutención de enanos imberbes hace unos mosaicos mucho mejores que los tuyos. Y tú pensabas que se te daba muy bien la Física Termonuclear Restroestática, pero entonces preguntaste en clase por qué la época victoriana es incompatible con una recreación de energía cuántico-masiva y todos se rieron de ti*.

Toda esa mentira gorda del talento empieza a cabrearte. Pensabas que tenías habilidades, pero era falso. No sirves para nada. Tal vez consigues tu primer rechazo editorial: ese poema que tus padres te juraban que era lo mejor que se había escrito desde el Gilgamesh tal vez no era tan bueno.

Nuestra identidad se destruye, el mundo se viene abajo.

Nos enfrentamos a la verdadera sabiduría del escritor que empieza a mejorar: escribimos de p**a pena.

¿Por qué ocurre esto?

Pasa algo muy curioso en la curva de aprendizaje. Al principio aprendemos muy rápido. Con apenas diez horas de práctica, sabemos mucho más de un campo que los demás que no saben nada. Y nos creemos megachachihipergeniales. ¡Mirad qué palabros uso! ¡Mirad qué bonita esta metáfora! Y los que no han escrito en su vida miran y asienten y dicen que todo es bueno.

El problema surge cuando superamos esas diez horas de práctica, o las que sean (según el campo de conocimiento). Empezamos a aprender lo suficiente como para entender la verdadera inmensidad del campo en el que estamos trabajando. Uno empieza a darse cuenta de que su metáfora no es tan bonita como la de Quevedo. Que su cuento de terror haría que Stephen King se revolcara de risa en el suelo.

Cuando era editora tenía una teoría: el ego de un escritor es inversamente proporcional a su talento. Conocía a muchos escritores y esta máxima tendía a cumplirse. Los buenos escritores siempre parecían inseguros, convencidos de que lo que hacían era caca. Y a la vez me inundaban manuscritos de personas que aseguraban que eran el próximo Ken Follet y que eran incapaces de pasar del primer párrafo de su novela sin hacer que me sangraran los ojos. Ahora me doy cuenta de por qué. Los buenos escritores estaban en un momento de conocimiento y práctica por el que eran conscientes de lo mucho que les faltaba para alcanzar lo que consideraban una escritura ideal; los malos escritores no sabían lo suficiente como para entender lo mucho que les faltaba para que a mí no me sangrase nada por ningún lado. También interviene el síndrome del impostor, claro, muy común en las profesiones artísticas, donde es más difícil determinar un nivel de calidad. Pero sobre todo se debe a la curva de aprendizaje. Como diría Sócrates, cuanto más sabe uno más se da cuenta de lo que no sabe.

Creo que si hubiera aceptado que la calidad nefasta de mis textos era un hecho inevitable y un síntoma de progreso en vez de encogerme de hombros, desolada, esconder mis textos y rendirme, habría practicado mucho más y ahora estaría mucho más arriba en esa curva de aprendizaje.

Con lo que odiaría aún más mis textos, pero lo aceptaría con elegancia y seguiría trabajando.

7. Empieza a pensar en los demás

Cuando empezamos a escribir, tendemos a querer demostrarle a todos lo bien que lo hacemos. Pirotecnia, fuegos artificiales. Ocho adjetivos por frase. Cuatro subordinadas por oración. Más símiles que en un concurso de retórica.

No sé cuándo, algo me hizo un crujido desagradable en la cabeza y empecé a verlo de otra manera. Tal vez fue una revelación, tal vez fue un golpe contra una farola mientras intentaba poner de moda el readwalking, pero de repente me di cuenta de algo que a cualquier otra persona normal le parece lógico y evidente (pero a mí no, porque soy así): la escritura es comunicación.

Escribir no es demostrar nada. No es enseñar lo bien que lo haces. Es comunicar, hablar con el lector. Y cualquier maniobra que utilices para ello será funcional. Puedes escribir con mayor claridad y sencillez. Puedes intentar usar formas originales que despierten su curiosidad (como, por ejemplo, colocar un símil llamativo en un entorno muy simple: el símil brillará con luz propia). Puedes intentar despertar su empatía, mediante la vulnerabilidad, el sentido del humor, la tragedia o mil recursos más. Y no los llamemos recursos. Son solo modos de intentar transmitir, de intentar llegar al otro.

No podemos olvidar al lector cuando escribimos. Escribimos para nosotros, sí, ¿pero y si escribiéramos para el nosotros lector? ¿Querríamos leer un montón de texto denso, aburrido y manierista sobre personajes que no nos importan? Cuando escribía antes en el blog, lo usaba como desahogo personal. Ahora, cuando escribo, tengo la sensación de que estoy hablando con alguien. Puedo escuchar mi voz en mi cabeza y puedo escuchar las respuestas y comentarios de mis lectores. Es mucho más divertido.

Escribe lo que quieras, como quieras. Pero al revisar, corregir, reescribir, piensa en el lector. Este es un acto comunicativo.

8. Enséñale al mundo lo que haces

Pues claro que ahora me avergüenzo (y mucho) de lo que sí enseñé. No sabéis la de posts viejos del blog que he borrado (y cómo estoy resistiendo la tentación de borrar muchos más).

Pero si no nos atrevemos a lanzar nuestro trabajo, a compartirlo con el mundo, no avanzaremos demasiado. Nos anquilosaremos con los mismos textos de siempre, dándoles vueltas una y otra vez, en busca del texto perfecto del que nadie se reirá y que a todos les parecerá la mejor maravilla producida jamás.

Mala noticia: siempre habrá alguien que se reirá. Y siempre habrá alguien a quien le gustará lo que haces, por muy malo que sea.

Además, ya conocéis el dicho: «Un libro solo se termina cuando se publica«. No puedo estar más de acuerdo. Necesitamos mandar el texto, publicarlo, para rendirnos y pasar al siguiente. Y ni siquiera hace falta publicarlo: mándalo a concursos, mándalo a editoriales, ponlo en tu blog. Pero compártelo. Si todos se ríen de ti, busca entre las risas algún comentario útil para mejorar.

Sigue escribiendo.

9. La envidia no sirve de nada

Durante mucho tiempo conviví con una extraña sensación de injusticia. Digo extraña, porque ahora no la entiendo. Yo estaba convencida de que la culpa siempre era de los demás.

Si una editorial rechazaba mi texto, era porque no sabían reconocer el talento que tenían delante de sus narices o porque no querían arriesgarse con algo tan especial y diferente. Si alguien criticaba mi texto, era porque no tenía ni idea de nada. Y si yo no medraba no era por mi falta de trabajo ni mi actitud arrogante, no. Era porque la vida era injusta y premiaba a los que no se lo merecían.

Todos hemos visto a escritores a los que consideramos un pelín inútiles. Escritores que se llevan todos los premios y ventas, y no entendemos por qué. Y nos obsesionamos. ¿Por qué él? ¿Por qué ella? Seguro que es porque tienen enchufe. Porque se llevan a los jurados de copas. Porque se acuestan con los editores. Porque son más guapos. Porque la gente es idiota.

Y… a veces no estás del todo desencaminada. Claro que hay personas que obtienen reconocimientos que no se merecen. Pero estamos tan concentrados en el éxito de los demás que se nos olvida concentrarnos en el nuestro.

Cuando conseguí por fin liberarme de toda esa envidia, de toda esa falsa injusticia, empezaron a pasar cosas muy geniales.

Siempre habrá personas que recurren al nepotismo, a su falta de escrúpulos o directamente a acciones ilegales, para conseguir lo que quieren. Pero también hay otras que han peleado más duro que nosotros, han sido más valientes y han tenido más vista, y han llegado mucho más lejos.

Y eso está bien.

Su camino no es el tuyo.

Tú solo tienes el tuyo, que es totalmente diferente. Solo tuyo.

Sigue escribiendo.

 


*Perdonadme, nunca he estado en una facultad de Ciencias y no sé muy bien qué hacéis en el aula.


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